El siglo XX en
España fue extraordinariamente variado.Muchos españoles nacieron con una monarquía, la de Alfonso XIII, vivieron
dos dictaduras, una república y una guerra civil, y murieron con el nieto de
Alfonso XIII, Juan Carlos I, como jefe de Estado. Pero las vivencias y
experiencias serían muy diferentes si dejáramos hablar a alguien que estuvo
siempre con el orden tradicional, que ganó la guerra y vivió tranquilo y feliz
durante la dictadura de su Caudillo; o si por el contrario, atendiéramos a la
versión de otro español que soñó con la República, la vio, luchó con ella hasta
perder y nunca tuvo paz con Franco.
Vista desde
una perspectiva comparada, la peculiaridad principal de la historia de España
en el siglo XX fue la larga duración de la dictadura de Franco, salida de la
guerra civil. No fue un paréntesis en la historia de España de ese siglo, sino
el elemento central que dominó el escenario de forma absoluta durante
casi cuatro décadas. La República y la revolución fueron destruidas por un
autoritarismo que no cayó en 1945 y sobrevivió tres décadas a ese fascismo que
tanto le había ayudado a establecerse.
La democracia
que surgió a finales de los años setenta era sólo uno de los resultados
posibles y hoy sabemos que fue positivo, que la consolidación de la
democracia cambió el lugar de España en Europa, con su total integración en
ella, uno de los sueños de las élites intelectuales españolas desde finales del
siglo XIX. Se dejó de describir a un bando como representante de la verdadera
España y la democracia trajo libertades amplias y la condición de ciudadanos
europeos. También en España, como había pasado en una parte de Europa y
Norteamérica, la democracia se asoció con el triunfo del capitalismo,
que ya no estaba acosado por fuerzas revolucionarias.
Si algo
caracterizó a las democracias europeas que se consolidaron tras la Segunda
Guerra Mundial fue el compromiso de extender a través del Estado, del
Estado del bienestar, los servicios sociales a la mayoría de los ciudadanos.
Superar el atraso español en equipamientos colectivos, infraestructuras y
sistemas asistenciales fue uno de los grandes desafíos de la democracia durante
el último cuarto de siglo.
El gasto
público del Estado representaba menos del diez por ciento de la renta nacional
en 1900, apenas había crecido unos puntos en 1960, no llegaba la veinticinco
por ciento cuando murió Franco y, sin embargo, rondaba el cincuenta por
ciento en el 2000, con porcentajes similares a los de los países europeos
más avanzados.
La
distribución más equitativa de la renta, el drástico descenso del
analfabetismo, la escolarización generalizada hasta los dieciséis años y la
creciente cualificación profesional, con más de millón y medio de estudiantes
universitarios, eran indicios incontestables de que la modernización había
llegado a buen puerto.
El siglo
veinte fue extraordinariamente variado, “de extremos”, como lo acuñó el
historiador británico Eric J. Hobsbawm, pero al hacer balance casi todo el
mundo celebraba que, después de tanta batalla, finalizadas las grandes
rivalidades ideológicas, Europa era en el año 2000 más democrática y rica
que nunca. Menos violenta y más estable. El capitalismo parecía funcionar
con reglas establecidas, respetadas por los ciudadanos y los gobiernos. Y ahí
estaba también España.
Pero apenas
una década después, dilapidada parte de esa prosperidad, reaparecieron en
algunas partes de Europa los fragmentos más negros de su historia. La
riqueza no se distribuyó de forma igualitaria y algunos países, con Alemania al
frente, no quisieron compartir los privilegios económicos. Las democracias se
volvieron más frágiles, los estados dejaron de redistribuir bienes y servicios,
que había sido su principal aportación a la estabilidad social, y comenzó a
crecer el extremismo político, el nacionalismo violento y la hostilidad al
sistema democrático. Hungría y Polonia son ejemplos significativos de una
tendencia que se está extendiendo incluso por las democracias más fuertes y
consolidadas.
Hace tiempo
que descubrimos que las democracias, aunque imperfectas, abren vías de libertad
y participación que las dictaduras y autoritarismos no contemplan y estrangulan.
Lo que ocurre es que la democracia no es solo un sistema de gobierno, con
instituciones y participación electoral. En una democracia parlamentaria los
ciudadanos tenemos que defender nuestros derechos frente a los abusos del
Estado y del poder. La democracia es más estable y justa cuando funciona
desde abajo a arriba, con participación ciudadana, movimientos sociales que
defienden intereses que las autoridades y los partidos en el Congreso no son
capaces de articular.
Lo que está
pasando ahora en España y en Cataluña no es la consecuencia del régimen de
1978, sino de los vicios de la democracia que hemos construido entre todos.
Pensar que los ciudadanos ya no podemos cambiar las políticas, sino sólo los
políticos, porque todo está en manos de unos pocos que nos manipulan, supone
bajar los brazos y despreciar la historia de los movimientos sociales y de las
acciones colectivas.
Es verdad que
casi todo huele ahora a un "nuevo orden social", de control
absoluto del capitalismo internacional y de burocracias supranacionales, con
políticos corruptos o arrodillados ante ellos. Pero eso, con escenarios y
protagonistas diferentes, no es la primera vez que pasa en nuestra historia
reciente. Y como ha ocurrido siempre, no hay una única y simple verdad para analizar
los hechos y buscar soluciones.
Nos están
acostumbrando a creer que las soluciones son sólo electorales, de cambio de
actores políticos, pero el problema es que hemos abandonado a la educación
como guía imprescindible para captar los entresijos de la sociedad tan
compleja que hemos creado. Desarrollar los poderes del razonamiento y del
análisis no es algo que se estimule mucho entre nosotros, dominados como
estamos por la mentalidad de los tecnócratas y de los corredores de bolsa, que
animan a obtener beneficios inmediatos. Cada vez está más claro que nuestra
riqueza nacional obtenida en los largos años dorados del boominmobiliario no
fue a parar a la educación. ¿Quién pedía eso, por cierto? ¿Quién lo pide ahora?
El
debate Cataluña/España ha sustituido la diversidad —de clases, culturas e ideologías— por símbolos. Las banderas aparecen como refugio. Los
dirigentes y sus principales seguidores convierten la política en mentiras, a
los oponentes en enemigos. La nación y el pueblo, la representación política,
impregna la vida cotidiana. La solidaridad, la distribución más equitativa de
la riqueza y de la renta, se rompe frente a las rivalidades nacionales.
Hay que
cambiar a los políticos, pero se pueden cambiar también las políticas. Y aprender de la historia, seguir
enseñando las grandes diferencias entre las dictaduras y las democracias, entre
la anulación de derechos individuales y colectivos básicos y la libertad. Como
dijo el historiador estadounidense John Lewis Gaddis, la historia es como un
espejo retrovisor: si uno solo mira atrás, acaba en la cuneta; pero ayuda a
saber de dónde venimos y quiénes están con nosotros en el camino. Hacer tabla
rasa del pasado, pensar que podemos levantar un mundo nuevo sobre las cenizas
del anterior —en forma de república independiente o nuevo paraíso terrenal—
hará imposible el entendimiento.
Artículo escrito en el periódico infoLibre https://www.infolibre.es/noticias/luces_rojas/2017/11/21/el_valor_democracia_72033_1121.html