Antonio Escudero Ríos en exclusiva para Diario Judío México.
Al Padre
Evelio Tabara, amante de Israel, inteligencia y ternura.
A Marina López,
Maestra y nuestra anfitriona en Torrejoncillo.
A la memoria de Antonio Escudero
Fernández, mi padre.
Un día
luminoso de otoño, Antonio el de Quintana, la ciudad del granito, arribó a
Campanario en la llanura que suavemente atraviesa el alijar. Quería visitar la
tierra de sus antepasados a los que un cruel edicto había desgajado de Sefarad,
la hermosa. Rito, el barbero del lugar, le mostró una roca redondeada
incrustada en la pared de una estrecha calleja. Era la Piedra de los Judíos. La
gente escupía en ella, expresando así el odio secular al Pueblo Escogido. Se
había sembrado vientos y se cosechaba tempestades. Era el fruto de la enseñanza
miserable del desprecio. Más de una vez se había intentado exterminar a la
simiente de Abraham, ignorándose que es indestructible.
Antonio,
lleno de dolor sintió vergüenza, no quiso ser de allí, pero al instante pensó
que también era ésta la otra Tierra de Promisión por la que suspiraba su
corazón. Con sentimientos encontrados caminó hasta el santuario de La Serena,
evocativo de una dama antigua, rodeada de fetiches que colgaban de las paredes,
sobre cuya mesa yacían irrisorios relatos y milagros escritos por manos
paganas. Se adivinaba y presentía la supervivencia de antiguos dioses de la
Beturia, viejos dioses olvidados.
Antonio
regresó al pueblo e instó a sus habitantes a rechazar la idolatría del poder y
del dinero, a limpiar de ira y odio sus corazones. Compró árboles, hizo hoyos y
los plantó dentro de la cerca del sagrado recinto. Años más tarde pinos,
cipreses, tuyas y olivos permanecían lozanos, testimonio y prueba de la
resistencia del espíritu de Israel. Y Antonio recordó que para los judíos el
primer templo, la primera presencia de Dios en la tierra había sido un zarzal,
un bosquecillo humilde entre el boscaje montesino de las rocas del desierto.
Pensó que la Naturaleza es otro santuario cuyos altares sin número son los árboles.
La arboleda recuperada, convertida en otro santuario paralelo, en lugar de
peregrinaje. Escuchó el viento de la tarde y le pareció escuchar la advertencia
divina: “Escucha, Israel, el Eterno, es uno”. La soledad y el silencio de La
Serena acogieron complacidos en su seno la oración del Solitario del Sinaí.
Eran sus palabras. Mientras tanto, en su reducto pétreo, cerca de la ermita, la
Dama de La Serena sonreía.
En Torrejoncillo y Coria, provincia de Cáceres. Primavera de