Maruja Mallo, Rosa Chacel o
Josefina de la Torre son algunos de los nombres que recoge el documental
Ir sin sombrero se entendía
como un acto de transgresión. Algunas estancaron su producción para
salvaguardar la de sus maridos
Por Por Esther Peñas
Te proponemos un juego: piensa en algún
nombre de la Generación del 27. ¿Ya? ¿Es, por casualidad, un nombre de mujer?
Si la respuesta es ‘no’, quizá te interese ver ‘Las sinsombrero’, un documental
dirigido por Tània Balló que recupera la memoria de aquellas pintoras,
escultoras, poetas, filósofas, juristas, actrices y músicas que no pidieron
permiso para ocupar el espacio público: lo tomaron por derecho.
Bajo la Generación de la República
(renombrada por Dámaso Alonso como ‘del 27’ para ajustarla a las directrices
del dictador) no solo se aglutinan algunos de los nombres de mayor cuerpo
lírico del XX (Salinas, García Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre…) o los
hijos prósperos de Momo, dios griego del humor, que viajaron a Hollywood para
escribir guiones (Jardiel Poncela, Mihura, Neville, López Rubio, Tono). También
hubo un buen número de mujeres pintoras, escultoras, poetas, filósofas,
juristas, feministas, actrices, escritoras, músicas que no pidieron permiso
para ocupar el espacio público, lo tomaron por derecho. Son las conocidas como las
sinsombrero. La cineasta Tània Balló (Barcelona, 1970) acaba de
estrenar un documental sobre ellas, cuya historia también recoge en un
libro del mismo nombre.
Hablamos de María Zambrano, Rosa Chacel,
Josefina de la Torre, Ernestina de Charpourcín, María Blanchard, Remedios Varo,
Ángeles Santos, Rosa García Ascot, Zenobia Campubrí, Concha Méndez, Carmen
Conde, Marga Gil-Roësset o María Teresa León, entre otras. Las sinsombrero.
La pintora Maruja Mallo contaba hasta la
saciedad la anécdota, ya a su regreso a España, una vez
superado ese miedo neurótico a que Franco la reconociese por la calle. Paseaban
ella, García Lorca, Dalí y la también pintora Margarita Manso por la madrileña
Puerta del Sol. Finales de la década de los veinte. Llevaban sombrero. Todo el
mundo se enfundaba uno por aquel entonces. Era signo no solo de elegancia,
también de clase. Pero los cuatro amigos decidieron seguir su paseo sin él. El
cuadro causó tal estupor ante los transeúntes que éstos comenzaron a
insultarlos, incluso a apedrearlos. Desde aquella anécdota, ir sin sombrero
pasó a entenderse como un acto de modernidad, de transgresión. En ellos,
algo menos (podían quitárselo en determinados espacios); en ellas, que
debían llevarlo puesto incluso en el teatro, resultó una obscenidad.
Balló recupera la memoria de aquellas
mujeres que se quitaron el sombrero, un corsé cultural que las relegaba
al papel de esposas, de madres, de ama de casa o, como culmen, de musas. En
cualquier caso, de mujeres objeto. Pero «decidieron convertirse en sujetos de
su propia vida, en sujetos libres, participando sin complejos en la vida
intelectual del primer tercio del XX. Por primera vez en España, un grupo de
mujeres se erige como sujetos históricos», explica la cineasta.
En el documental (y en el libro) se
recogen diez nombres propios: las pintoras Margarita Manso, Ángeles Santos
y Maruja Mallo, la escultora Marga Gil Roësset, las poetas Concha Méndez,
Josefina de la Torra y Ernestina de Champourcín, la filósofa María Zambrano, y
las escritoras Rosa Chacel y María Teresa León. Pero fueron muchas más.
«Es imposible cuantificar a todas las
sinsombrero. Fueron muchísimas y estuvieron en todos los ámbitos de
la vida. Trabajaron en arte, literatura, periodismo, ciencia, deporte, gestión
de empresas… Tuvieron sus herederas, pero también sus continuadoras.
Representan la modernidad y la modernidad siempre es problemática. Pero la
modernidad no es solo María Zambrano o Josefina de la Torre. Hay un ejemplo que
me encanta: el colectivo de las telefonistas, moderno y feminista. No
sólo por su trabajo, exponente de la más moderna tecnología de entonces, eran
reconocidas por su forma de vestir y conducirse», nos relata Nuria Capdevila,
hispanista y asesora del documental.
«Hemos sido muy injustos con ellas, apenas
las recordamos o, si lo hacemos, es por su condición de “esposa de”, “hermana
de”, pero tienen entidad por sí mismas, su participación en la Generación
del 27 es no solo indiscutible sino importantísima. Tejieron un espacio
común, que disfrutaban al margen de ellos, de los hombres, en lugares como el
Lyceum Club, la Residencia de Señoritas, acudían a tertulias… eran amigas, y
artistas, se influían mutuamente, se ayudaban. Su obra es de una magnitud y de
una calidad incontestable», continúa Balló.
El olvido de ellos
Una de las historias más estremecedoras de las
sinsombrero es la de la escultora Marga Gil-Roësset (Madrid 1908-1932).
Pese a ser una artista excepcional y delicada, pasó a la historia por
suicidarse enamorada de Juan Ramón Jiménez. No podía vivir con él, no
quería vivir sin él. Zenobia, su amiga, esposa del poeta, enlutaba su
felicidad. Un 28 de julio 1932, visita al Nobel y le entrega una carpeta
amarilla (amarilla, como las tres rosas de Carver), pidiéndole que no leyera el
contenido en el momento. Su diario. Pocas horas después, se pegó un tiro en la
sien. Aunque Juan Ramón le dedicó varios poemas, la pareja nunca remontó del
todo aquel luctuoso suceso, extendiendo un espeso silencio a modo de posología.
«Reivindico la figura de mi tía por su
valía y su excelencia artísticas como escultora y dibujante, no sólo por su
relación con Juan Ramón y Zenobia. Su modernidad, sensibilidad y madurez son
asombrosas. Basta contemplar su trabajo. Era una niña prodigio y una joven de
talento extraordinario. Es un crimen que su historia estuviera silenciada,
porque pertenece a la cultura de este país», relata la fotógrafa y poeta Marga
Clack, sobrina de Gil Roësset.
Pero Juan Ramón no fue el único que
incurrió en olvidos imperdonables. En su autobiografía, La arboleda perdida
(tres tomos), Rafael Alberti no menciona a Maruja Mallo, con quien
mantuvo un noviazgo de cinco años. La influencia mutua es más que patente, y su
relación, intensa, aguda, desquiciante por momentos, según testimonios ajenos,
ni siquiera se intuye entre líneas. Mallo, extraviada por partida doble.
Se entregó a un romance con Miguel Hernández mientras éste escribía su inmortal
poemario El rayo que no cesa. Él, que volvió con su Josefina Manresa,
prefirió descuidarla en su memoria oficial. Otro tanto sucede con Buñuel,
a quien parece que los siete años compartidos con Concha Méndez no le dejaron
huella alguna. Mutis. Ni un reconocimiento explícito.
Entonces vino la guerra. Después, el exilio
de casi todas. Algunas de ellas estancaron su producción para salvaguardar
la de sus maridos. Es el caso de Concha Méndez con Miguel Altolaguirre o de
Ernestina de Champourcín con José Domenchina. «El exilio fue terrible. Como
dijo María Teresa León, las convirtió en ‘la cola de la cometa’. Tuvieron que
ganarse la vida fuera de su país como pudieron, y fue un exilio durísimo, lo
pasaron mal, muy mal, anímica y económicamente. Creo que, en el fondo, de
manera romántica, pensaban que todo su trabajo se reconocería en algún
momento. Pero lo cierto es que, a su regreso, solo recibieron olvido. La
primera que se dio cuenta de ello fue Maruja Mallo. Ella fue consciente de que,
para poder hablar de sí mismas, primero tendrían que hablar de ellos, de Dalí,
de Lorca, de Buñuel…».
La historiadora Mercedes González afirma en el documental que a ella la generación de las sinsombrero le ayudó a reconciliarse con el pasado de España. «Ellas son nuestra memoria, una pieza clave de nuestra identidad como españolas. Pero no es una cuestión solo de reconciliación, sino de reconocimiento. El pacto del olvido en el que se asentó nuestra transición borró su historia, y nuestra sociedad la necesita», despunta Capdevila.
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La historiadora Mercedes González afirma en el documental que a ella la generación de las sinsombrero le ayudó a reconciliarse con el pasado de España. «Ellas son nuestra memoria, una pieza clave de nuestra identidad como españolas. Pero no es una cuestión solo de reconciliación, sino de reconocimiento. El pacto del olvido en el que se asentó nuestra transición borró su historia, y nuestra sociedad la necesita», despunta Capdevila.
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