Isabel Escudero Ríos, poetisa y ensayista, murió el 7 de marzo de 2017 en Madrid, nació en Quintana de la Serena en 1944, pueblo en el que vivió gran parte de su infancia, realizó sus estudios universitarios en Madrid, impartió docencia en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense y fue profesora titular de la Facultad de Educación de la UNED, compañera del profesor Agustín García Calvo, filósofo, gramático, traductor, dramaturgo, poeta e intelectual antifranquista fallecido el 1 de noviembre del 2012, al que acompañó hasta su muerte en múltiples recitales poéticos por toda España y en alguna que otra colaboración en libros suyos.
Decía Isabel:
"Yo sé de mí que moriré algún día:
si no lo supiera,
no moriría".
Descanse en paz.
Poema 12 del libro “Bebela”, Agustín
García Calvo.
En dónde, a
ver, está Quintana de la Serena?
Me cuesta ya
en el mapa mismo, con la tarde
que me nubla
así los ojos, descubrir el punto
con el letrero que la nombra. Y sin embargo,
habrá lugar
apenas que tan conocido
me sea, con lo tanto que la
vengo oyendo
a Bebela revolver de lo hondo
de las arcas
de su niñez perdida joyas de
su pueblo.
Allí es la poco cuesta medio
desempedrada
con su regato por el medio, resequido
de agua de jabones, a la que
ella cada mañana
salía recién peinada y su
cabás en mano
a llegarse en una carrerilla
hasta la escuela,
que estaba allí a la esquina
mismo, donde era
hija del maestro y reinecilla de la pizarra
y la tiza y flor de todas las
enciclopedias;
y la misma calle adonde, al amansar
la tarde,
que acribilla el cielo
algarabía de vencejos,
salía con su pan untado con aceite
y azúcar, a jugar en la
solana al corro
o pasar entre dos filas de
las otras niñas
cantándole que «A ésa que
anda por el medio
se le ha caído el volante»,
hasta que la luna
subía recortando sobre los
aleros
cenefa de jaramagos. Es allí
la torre
de piedra de la iglesia mal
enjalbegada,
por la que Bebela a veces
tras la catequesis
solía encaramarse arriba al
campanario,
a ver abajo los tejados y
azoteas
del pueblo y, todo a la
redonda, la ondulada
llanura de la Serena, apenas
si moteada
de sombras de carrascas o por
los confines
mellada por los pálidos
cerros olivares;
allí subía Bebelilla a ver el
mundo,
hasta el día que el pelirrojo tonto de su pueblo,
que de monaguillo la acechara entre los santos,
por la escalera de caracol trepó tras ella,
la verga tiesa al aire, a
arrempujarla contra
la pared y apechugarla en
ciego amor; que ella,
de que vio que se le venía y
cómo babeaba
todo tartamudeante, claro (y sin embargo,
¿qué más cruel?), un empujón
le dio que al tonto
rodar le hizo un tramo de
escalera abajo
y romperse dos costillas,
golpe que aún a ella
le duele a veces en sus
huesos, cuando el tiempo
se pone malo. Y es allá, a la
redonda
del pueblo, al rechisol la
llana del Secano,
donde tan de tarde en tarde
algún arroyo corta
la arcilla y se reboza en
ristra de adelfares,
donde sólo alguna encina
brinda al caminante
sudoroso huraña sombra, por
donde crepita
la hora de chicharras y bajo
las piedras
florece el campo de
lagartijas y alacranes:
por allá se la llevaba a
veces a su niña
de caza el padre, bien que
con su vestidito
de volantes, pero armada de
un trabuco viejo,
cumpliendo así las
encontradas voluntades
de padre y madre en uno, y
hacia los encinares
iba Bebelilla, levantando de
los surcos
los bandos de perdigones, o
al pasar por cerca
de la laguna, con chinitas o
grititos
sin eco alborotando el coro
de las ranas.
Pero era allí también, para
las largas siestas,
la sombra del zaguán del
suelo de ladrillo
recién regado y la cortina de
junquillos
cayendo en el vano al aire
quieto y el botijo
rezumando en el rincón, y muy de tarde en
tarde
un zumbo de moscardón que a
Bebelilla, quieta
en su mecedora, grandes ojos
a lo oscuro,
le acompañaba el pensamiento,
cuando iba
tras los secretos del amor y
de la muerte
volándole, hasta que sacudía
la cabeza,
y por el pasillo allá al corral de atrás se
iba
a echarles migas a los pollitos, o
escapaba
al cuarto alto a recortar mariquitinas.
Todo eso y más está -lo sé- en
Quintana,
pero yo nunca lo veré. He
viajado, ciertamente,
hasta la Serena, y he rondado por las grandes
villas del redor, por Villanueva y Dombenito,
he visto a lo lejos
levantarse de la llanura
el pico
solo donde anida Magacela,
y aun he parado a las revueltas en mesones
de sus caminos a probar del buen gazpacho
o el
guiso rico en sebo de cordero; pero,
más vueltas que le dé por mor de la memoria