Érase una vez un hombre que
paseaba por el bosque. Estaba tan tranquilo, cuando, de pronto, escuchó un
ruido muy raro. Era un águila. El hombre, asustado, salió corriendo. El águila,
entonces, voló tras él, lo alcanzó y lo tiró al suelo. Luego, el animal, se
posó en una rama, desde donde lo vigilaba. Aquel hombre tuvo mucho miedo.
“¡Socorro!, ¡socorro!”, gritó
Juan con todas sus fuerzas.
Nadie acudió a su llamada. En
esa situación, aterrado, decidió tirarse al suelo y permanecer allí boca abajo,
protegiéndose la cabeza con ambas manos.
-¿Por qué temes, buen hombre?
– le preguntó entonces el enorme pájaro, un águila de plumaje blanco y negro,
moteado de tenues manchas marrones.
Juan no salía de su asombro.
Pensaba que iba a ser atacado, y resultó ser un pacífico animal que, además,
hablaba el lenguaje de los humanos. Transcurridos unos minutos, Juan, aún
temeroso, levantó ligeramente la cabeza:
-¿Cómo es posible que estés
hablando conmigo, cuando sólo eres un pájaro?
-En el bosque, amigo mío,
todos los animales nos podemos comunicar con los hombres, cuando así nos lo
proponemos. Nuestro lenguaje es universal, para los que están dispuestos a
escuchar.
Juan no hallaba una
explicación coherente para lo que estaba ocurriendo. No obstante, que el águila
conversaba con él era un hecho indiscutible. Así las cosas, ambos permanecieron
en ameno coloquio durante un buen rato.
Pasó el tiempo y el águila se
hizo amiga del hombre, por lo que éste no temió nunca más a las águilas. Un día,
la llevó a su casa, le hizo una casita y la metió dentro.
Cuando ya tenían bastante
confianza cogió el hombre al animal y lo llevó al bosque. Quería buscarle un
compañero para que tuvieran aguilitas.
Por más que lo intentó, solo
vio a un macho que podía valer, pero éste no se paró. A la caída de la tarde,
volvieron a su casa. Pronto anochecería.
Fue aquella una noche larga.
Juan no durmió bien. Tuvo unos sueños extraños y no dejó de dar vueltas durante
toda la noche. Al día siguiente, nada más levantarse, se dirigió a la jaula a
despertar a su amiga:
-¿Qué tal?, ¿cómo has
dormido?, ¿has pasado frío? – preguntó Juan casi automáticamente.
El águila no respondió.
“Ha muerto – pensó Juan -
seguramente de tristeza.”