Los últimos reyes.

Lennon, Elvis, Hendrix, Janis, Morrison. Sinatra, Michael Jackson, Freddy Mercury, Cobain, Lou Reed. Louis Armstrong, Miles Davis, Billie Holiday, Aretha Frankin. Paco de Lucía. B. B. King. Los reyes de la música del siglo XX van mudándose al panteón. Y los que siguen aquí —Dylan, Jagger, Springsteen— dejan atrás sus mejores años sin que hayamos identificado a los sucesores en las siguientes generaciones.
No hay relevo a la vista: la música como fenómeno de masas, con estrellas que todos conocían y salían una y otra vez en la radio y la televisión, o al menos ejercían una influencia enorme en un estilo, se agota. Hoy, quitando el pop más comercial, efímero por definición, lo musical funciona modestamente. El disco ya no es un gran negocio. Las audiencias se han dispersado. En las radios se impone la nostalgia ochentera. Y la televisión apenas aporta otra cosa que concursos de talentos, de donde no salen talentos de verdad, los que componen y tienen personalidad, sino un carrusel de voces clónicas que hacen versiones pasadas de gorgoritos. Las bandas jóvenes sacan adelante álbumes artesanales pidiendo un anticipo a su público. Ya no aspiran a llenar estadios, sino a comer de esto.
Dos películas explican bien por qué B. B. King era único. Una, el documental The life of Rileydicho inglés para quien se pega la gran vida—, de Jon Brewer para la BBC en 2012. La otra es Live in Africa, el concierto que ofreció en 1974 en Kinsasa, en el festival paralelo al combate de boxeo entre Muhammad Ali y Foreman, evento que el Zaire de Mobutu convirtió en una exaltación transatlántica de la negritud.
Ambos filmes se encuentran en Internet, entre una infinidad de actuaciones, pues pasó la mayoría de sus noches sobre el escenario. Si compartimos el éxtasis que provocaban sus caricias a la guitarra Lucille, si nos dejamos llevar por la espiritualidad del blues, soportaremos mejor que los grandes se nos vayan muriendo.