Cazadores de extraterrestres.

Cazadores de extraterrestres 


El 30 de octubre de 1938, la noche anterior a Halloween, millones de personas en Estados Unidos quedaron impresionadas ante lo que escucharon en la radio. En el programa semanal de la cadena CBS, ocurrió un fenómeno que nunca antes había sucedido. Un joven Orson Welles, junto al grupo de actores de la Mercury Theater Company dramatizaron La guerra de los mundos, una obra de ciencia ficción escrita, en 1898, por H. G. Wells. La narración estaba disfrazada de programa musical interrumpido por noticias de unos astrónomos que acababan de ver unas extrañas explosiones en Marte. Después, se informaba de que un meteorito —que resultó ser una gigantesca nave— caía en New Jersey. La atmósfera de la transmisión era de un realismo total. Los que no oyeron el principio del programa donde se advertía que era una dramatización pensaron que un ejército marciano estaba invadiendo la Tierra en naves dotadas de armas destructoras y gases venenosos... El programa de Orson Welles produjo la alarma general, sobre todo en las calles de New Jersey y Nueva York, y demostró tres cosas: el extraordinario poder que tenía la radio para movilizar a las masas; la genialidad del responsable de este curioso engaño, que catapultó a la cima la carrera de Welles, y el convencimiento de muchas personas de la existencia de seres inteligentes originarios de otros mundos fuera de la Tierra, una posibilidad que está en la mente humana desde hace milenios.
«Desde que la Humanidad alzó la vista a la noche estrellada existe ese anhelo en lo más profundo del ser humano. Todo el mundo se ha parado a mirar el cielo y se ha preguntado en alguna ocasión: ¿habrá alguien mirando desde ahí arriba?», indica Seth Shostak, astrónomo del Instituto SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), una entidad que nació en los años setenta con el apoyo de la NASA y que busca pautas que puedan servir de pruebas científicas de la existencia de vida extraterrestre.

UN MILENARIO ANHELO HUMANO

En el Antiguo Egipto se lo llamaba Ra, el dios Sol. Los griegos poblaban el cielo de cientos de dioses y diosas que describen en su literatura como «seres de más allá de la Tierra». Además, daban nombres y formas humanas a las constelaciones: Sagitario, el arquero; Orión, el cazador; Hércules, el héroe... También desde hace siglos el ser humano sabe que la Luna ejerce una enorme influencia sobre la Tierra; afecta a las mareas, a las cosechas, incluso a las emociones. Existen pruebas desde hace más de dos mil años de que hemos tratado de comunicarnos con alguien de más allá de los confines terrestres. En las altiplanicies peruanas, por ejemplo, se han encontrado gigantescos dibujos en el suelo, algunos de más de 3,5 kilómetros y que sólo se pueden ver desde el cielo. Estas líneas de Nazca, en las pampas de Jumana, son un conjunto de figuras zoomorfas, fitomorfas y geométricas grabadas en la superficie de las mesetas desérticas entre los años 300 a.C. y 600 d.C. por los pobladores de la zona, quizá como un intento de comunicación con otras posibles formas de vida. ¿Podría ser la primera pancarta de bienvenida del ser humano a los extraterrestres?
En el siglo XVI empezó a cambiar la percepción del ser humano con respecto al universo. Aunque entonces la realidad se confundía con el mito y la superstición, la incipiente ciencia de la astronomía sólo hacía aumentar la convicción de que no estamos solos en el universo. A la cabeza de esta disciplina estaba el astrónomo polaco Nicolás Copernico. Su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium (De las revoluciones de las esferas celestes), publicado póstumamente en 1543, es considerado como el punto inicial de la astronomía moderna. Fue él quien «situó el Sol en el centro en lugar de a la Tierra, lo que reemplazó la visión geocéntrica del mundo por una heliocéntrica. Esto supuso, en relación con la vida extraterrestre, que la Tierra era otro planeta más. La pregunta que surgió entonces fue ¿cuánto se parecerán todos esos otros planetas, alrededor del Sol, a la Tierra?», indica Steven J. Dick, historiador del Observatorio Naval de Estados Unidos.
A principios del siglo XVII, el italiano Galileo Galilei llevó a cabo las primeras observaciones astronómicas sistemáticas con telescopio y llegó a la convicción de que la teoría copérnica —criticada como herética por la Iglesia católica— era esencialmente válida, lo cual le comportaba ser procesado por herejía. En la actualidad, esta teoría heliocéntrica es considerada como una de las más importantes en la historia de la ciencia occidental.

PRIMERAS OBRAS DE CIENCIA FICCIÓN

Los primeros en intentar resolver las cuestiones que se desprendían de la nueva configuración del universo fueron los escritores y artistas a través de sus creaciones. De sus mentes soñadoras nacieron los trabajos más tempranos de lo que más tarde llamaríamos ciencia ficción. Mientras, los científicos exploraban los cielos con lentes cada vez más potentes y hacían cálculos más exactos. En 1850 ya se habían descubierto cinco planetas, las manchas solares y un satélite de Marte. En 1877, el astrónomo italiano Giovani Schiaparelli, a través del gran espejo del telescopio del Observatorio de Brera (Milán), observó algo que asombraría al mundo: los canales de Marte, unas líneas rectas que recorrían la superficie del planeta y que, en aquellos días, dio mucho que pensar sobre la probabilidad de que a 56 millones de kilómetros de distancia hubiera vida. Esta mera posibilidad iba a ser suficiente para encender la imaginación de científicos y soñadores de todo el mundo.
En 1865, el francés Julio Verne publicó De la Tierra a la Luna, anunciando lo que sería realidad un siglo más tarde: el 12 de abril de 1961, el mayor soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en el espacio. El 5 de mayo de 1961, el comandante Alan Shepard fue el primer estadounidense que viajó al espacio desde Cabo Cañaveral, en la costa de Florida, el principal centro de las actividades espaciales de Estados Unidos desde el año 1950. Aquellos primitivos «viajeros del espacio» fueron lanzados al espacio por medio de cohetes que impulsaban cápsulas, un método parecido a la bala lanzada con un enorme cañón del Viaje a la Luna ideado por la imaginación de Verne.
En 1901, el británico H. G. Wells escribió El primer hombre en la Luna sobre unos astronautas que se encontraban con una sofisticada raza de criaturas parecidas a insectos. Ya antes había escrito novelas con mucho éxito como La máquina del tiempo (1895), El hombre invisible (1897) o la famosa obra dramatizada en la radio por Orson Welles, La guerra de los mundos (1898).
En 1902, el director francés Georges Méliès inauguró el género de ciencia ficción en el cine con su película de catorce minutos, en dieciséis fotogramas por segundo, Viaje a la Luna (o en francés Le Voyage dans la Lune), basada en las novelas De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, y El primer hombre en la Luna, de H. G. Wells. Sus criaturas humanoides tenían cabeza de pollo y pinzas de langosta. La imagen, en blanco y negro, de la cara de la Luna con un proyectil clavado en el ojo se ha convertido en un icono de la cultura popular.

MENSAJES A OTROS PLANETAS

Mientras escritores y directores de cine europeos especulaban con la vida en otros planetas, un astrónomo norteamericano creía estar muy cerca de confirmarlo: Percival Lowell. Proveniente de una familia adinerada, se licenció en matemáticas por la Universidad de Harvard en 1876, aunque desde niño estuvo fascinado por la astronomía. Esta ciencia dejó de ser para él un pasatiempo en 1893 cuando, siendo un próspero hombre de negocios en Boston, Lowell leyó un artículo sobre los canales de Marte de Schiaparelli que cambiaría su vida. Dejó sus negocios y se dedicó por completo a la astronomía y al estudio del planeta rojo. En 1895 publicó sus primeros descubrimientos y teorías en un libro titulado Mars, que se convirtió en un best seller de la época. En él aseguraba que había indicios evidentes sobre la existencia de seres más avanzados que nosotros.
En 1896, Lowell construyó su observatorio en el lugar más elevado y oscuro al que podía llevar su telescopio: en Flagstaff, Arizona y, al poco tiempo, se hizo famoso al realizar la sorprendente afirmación de que había hallado unas estructuras artificiales en Marte. Los intrincados rastros de los canales dibujados por Giovanni Schiaparelli, según Lowell, fueron construidos por los marcianos para transportar agua desde los casquetes polares al ecuador del planeta. Una teoría que no fue aceptada por la mayoría de la comunidad científica y durante muchos años fue motivo de burla. Pero Lowell no se desanimó y pasó miles de horas observando y haciendo minuciosos bocetos de todo lo que veía desde su telescopio. Después, convirtió los dibujos en mapas y en globos marcianos, observaciones que recoge en Mars and its Canals (1906) y Mars As the Abode of Life (1908). El Observatorio Lowell, en Flagstaff, todavía permanece activo en nuestros días; en sus archivos se mantienen guardados sus manuscritos y mapas como tesoros y han servido como estímulo a otros científicos.
A partir de Lowell, la investigación extraterrestre tomó otro rumbo. Los científicos comenzaron a alegar que, si nosotros los podíamos ver, tal vez entonces, los extraterrestres también podrían vernos a nosotros. Sin embargo, ya desde antes se habían propuesto iniciativas científicas de comunicación interplanetaria. A finales del siglo XIX, el matemático alemán Karl Friedrich (1777-1855) quiso plantar enormes franjas de trigo en la estepa siberiana, en forma de un gran triángulo, como signo de vida inteligente en la Tierra para aquellos que nos observaran desde el espacio exterior. El astrónomo austríaco Joseph von Littrow propuso abrir una red de canales de metro y medio de profundidad en el Sahara y prenderles fuego a modo de señales a nuestros parientes extraterrestres. Littrow señalaba que la construcción de una circunferencia perfecta indicaría mejor la presencia de inteligencia que la escritura de símbolos matemáticos. En Francia, el científico autodidacta Charles Cros (1842-1888) animó al gobierno galo para que construyera un espejo gigante para reflejar la luz solar hacia Marte.
El descubrimiento, en 1887, de las ondas de radio transformó todas las ramas de la ciencia. La idea de que algo o alguien pudiera recibir o enviar mensajes implicaba que había la posibilidad de comunicarnos con otros mundos. Éste era el sueño de Nikola Tesla, un físico e ingeniero serbio afincado en Estados Unidos. En 1899, realizando experimentos en Colorado Springs, creyó haber detectado una señal. No anunció nada hasta 1901 por temor a desatar una polémica. Pero ese año publicó un pequeño artículo («Talking with the Planets»), en el que previó que la posibilidad de mandar mensajes entre planetas sería uno de los asuntos de mayor interés del siglo XX. Manifestó que había detectado señales que podrían deberse a un control inteligente. «Cada vez estoy más convencido —escribió— de que he sido el primer ser humano en escuchar un mensaje de bienvenida de un planeta a otro.»
Estas declaraciones tuvieron mucha repercusión y publicidad, pero en círculos académicos la idea de una comunicación por radio con el espacio exterior fue acogida con escepticismo, incluso con sarcasmo. Tuvieron que pasar otras dos décadas para que se volviera a retomar la hipótesis de la comunicación interplanetaria. Y fue gracias a otro pionero de la radio, Guglielmo Marconi. «Marconi creyó haber detectado una señal por radio desde Marte. La noticia apareció varias veces en las páginas del periódico The New York Times durante 1919 y en los comienzos de los años veinte», asegura el historiador Steven J. Dick; aunque «... al final, Marconi perdió interés por el asunto y todos los puntos y rayas que recibió continuaron siendo un misterio. Otras personas, sin embargo, continuaron pensando que podrían significar algo».
Fue el caso del astrónomo David Todd, especialista en eclipses solares, quien en la década de los veinte comenzó a interesarse por la posibilidad de que los marcianos pudieran comunicarse con la Tierra a través de ondas de radio. Ya en 1909 se le ocurrió la idea de lanzar un globo más allá de la atmósfera y utilizar un aparato de radio desde allí para detectar posibles señales de Marte. Entre el 29 y el 30 de agosto de 1924, Marte se encontraba en el punto más cercano a la Tierra, lo que según Todd proporcionaba las óptimas condiciones de comunicación con el planeta rojo. Solicitó al ejército norteamericano que cerrase por unos minutos todas sus transmisiones de radio en la zona de Washington y, asombrosamente, el ejército accedió. El jefe de las Operaciones Navales envió un despacho a las estaciones de radio a su mando pidiéndoles que se evitara toda transmisión innecesaria y que quedasen a la escucha ante cualquier señal extraña.
Durante el experimento de Todd, otro científico que trabajaba con él, C. Francis Jenkins —quien había inventado una primitiva versión de televisión llamada «máquina de transmisión continua de fotomensajes de radio»—, registró lo que fue descrito como «una curiosa representación gráfica de un fenómeno de radio». Era algo parecido a la imagen de un rostro. Pero Jenkins era mucho más conservador que Todd, y declaró que no creía que tal fenómeno estuviera relacionado con Marte. David Todd, siempre queriendo ir más allá, afirmó que tal vez sí procedieran del planeta rojo.
Todavía en la actualidad se puede ver la representación gráfica captada. Tiene nueve metros de largo por más de quince centímetros de ancho. Algunas personas lo interpretan como el perfil de un rostro humano. Otras hablan de la posibilidad de que se trate de un código marciano que los extraterrestres esperan que descifremos. Y lo intentó el jefe de criptografía de la Armada de Estados Unidos, William Friedman —famoso por haber descifrado numerosos códigos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial—, pero no le dio tiempo porque murió antes de descifrar la misteriosa película grabada por el primitivo aparato de Jenkins.

NACE LA ERA DE LOS OVNIS

Entre los años treinta y cuarenta, los científicos descubrieron varios cuerpos celestes y mundos extraños; sistemáticamente se barajó la idea de que alguno de ellos pudiera estar habitado. En 1947, el piloto del Servicio Forestal de Estados Unidos Kenneth Arnold, mientras sobrevolaba el estado de Washington, vio lo que describió como «discos voladores». Unos días después, en una conferencia de prensa, el ejército de Estados Unidos pareció confirmar lo que podría ser una invasión extraterrestre en Roswell, Nuevo México. Había nacido la era de los ovnis. Las autoridades militares y civiles no pararon de recibir miles de llamadas de personas que decían haber visto platillos volantes. Desde siempre, el cine y la televisión no han dejado de difundir ideas sobre seres de otros planetas que han visitado la Tierra, algo que aún hoy siguen haciendo; en las producciones de Hollywood les gustaba mostrar qué aspecto podrían tener los extraterrestres que pudieran llegar a visitarnos...
Era el comienzo de la Guerra Fría y la gente tenía miedo a todo lo que sobrevolara el cielo porque se pensaba que podrían ser aviones soviéticos que intentaban bombardear Estados Unidos. Además, los norteamericanos estaban a punto de lanzar un cohete al espacio y muchos pensaban que los alienígenas podrían hacer lo mismo y enviar una nave a la Tierra. La gente acabó interpretando lo que veía en el cielo como de origen extraterrestre y, sobre todo, hostil.
Desde el principio, las Fuerzas Armadas de Estados Unidos participaron de este fervor popular. En 1947 llevaron a cabo secretamente un proyecto llamado Libro Azul para investigar a los ovnis. En 1969, este proyecto saldría a la luz y se daba por concluido con la afirmación de las Fuerzas Aéreas de que «no había pruebas tangibles de que los ovnis fueran una amenaza para la seguridad nacional estadounidense». Todos esos extraños fenómenos que desde hacía años cientos de personas habían divisado en el cielo podían tener una explicación meteorológica o electrónica, según los portavoces de las Fuerzas Armadas norteamericanas, y no indicio de ningún peligro o invasión extraterrestre.
Entre los astrónomos, la posibilidad de comunicación con otros mundos se mantiene viva, alimentada no por la obsesión de los ovnis sino por la posibilidad de encontrar pruebas científicas. El astrónomo pionero Edwin Hubble demostró que hay otras galaxias más allá de la Vía Láctea y que el Universo está en constante expansión. Esto abría posibilidades infinitas para la vida inteligente en otros planetas. Hubble, considerado como el padre de la cosmología observacional aunque su influencia en astronomía y astrofísica tocó muchos otros campos, fue el primero en utilizar en 1948 el telescopio Hale del observatorio Monte Palomar, en California, el telescopio más grande del mundo. Murió en un accidente en 1953, pero poco antes manifestó que estaba convencido de que «muchos de los planetas divisados por el Hale pueden ser aptos para la vida».
A mediados del siglo XX aumentó el interés por buscar la respuesta a cómo se podía determinar científicamente la existencia de vida en otras partes de la galaxia. En un intento de responder a esta cuestión nació la llamada «paradoja de Fermi». El físico italiano Enrico Fermi, alrededor de 1950, se planteó que, si había tantas civilizaciones en el espacio exterior, por qué no las veíamos en la Tierra. Así, el razonamiento de Fermi era que, si consideramos que el Universo tiene de 1.200 o 1.500 millones de años y si realmente hay civilizaciones extraterrestres deberían haberse expandido y haber poblado ya la galaxia. Pero mirando alrededor, no vio ninguna indicación de que estuvieran por aquí. Y se planteó a sí mismo una pregunta: nuestra galaxia debería estar repleta de civilizaciones, pero ¿dónde están? La respuesta de Fermi a su paradoja fue que toda civilización avanzada de una galaxia desarrolla con su tecnología el potencial de exterminarse y el hecho de no encontrar otras civilizaciones extraterrestres implicaba para él un trágico final para la Humanidad.

LA NUEVA ASTRONOMÍA

La introducción de las técnicas fotográficas a partir del siglo XIX y el desarrollo, a partir de la Segunda Guerra Mundial, de los detectores de ondas de radio (radiotelescopio) impulsaron el desarrollo de la principal rama de la astronomía: la astrofísica, y facilitó el estudio de la composición, estructura y evolución de los cuerpos celestes. Algunos astrónomos norteamericanos comenzaron a pensar que, tal vez, no se necesitaba un gran ojo sino un gran oído para descubrir la vida extraterrestre. Así nació la llamada «nueva astronomía», que postulaba que los cuerpos celestes irradian energía a lo largo del espectro electromagnético de muchas formas, aparte de la óptica. Una nueva generación de astrónomos se dedicó a estudiar esta teoría. Fueron los pioneros del futuro SETI: el proyecto del gobierno de Estados Unidos para la búsqueda de inteligencia extraterrestre.
Entre estos nuevos científicos destacaron los trabajos de Frank Drake. En 1960, después de doctorarse por la Universidad de Harvard, Drake empezó a trabajar en el Observatorio Astronómico de la Radio Nacional, en Green Bank, Virginia. «Siempre he tenido la seguridad de que no estamos solos. En nuestra galaxia hay cuatrocientos mil millones de estrellas y una gran parte de ellas son como nuestro Sol. Las condiciones para la vida que se dieron en la Tierra pudieron también darse en otros lugares. Además, en el resto del Universo hay cien millones de galaxias: no hay duda de que hay vida inteligente en algún lugar del Universo», afirma Frank Drake.
Para confirmar sus teorías utilizó un radio telescopio de 13,5 metros capaz de localizar señales a 1.420 megahercios. Es decir, en una frecuencia «marcador» o en el «punto de encuentro» de un átomo de hidrógeno. Este proyecto se llamó Ozma. En la primavera de 1969 se conectaron los receptores de Ozma e inmediatamente este grupo de científicos obtuvo resultados. «Primero apuntamos la antena a Tau Ceti. Después, enfocamos el telescopio a Epsilon Eridani, a unos once millones de años luz, y oímos una señal que nunca habíamos escuchado antes. Mi primer pensamiento fue que era demasiado fácil: ir a una primera estrella y encontrar una señal. Enfocamos a otro punto, pero cuando volvimos al punto de partida, ya no pudimos localizar la señal de nuevo», recuerda. Varias semanas más tarde, localizaron una señal similar y descartaron la posibilidad de que se tratara de interferencias de radio que provinieran de otro transmisor en la Tierra. Entonces, ¿de qué se trataba?
El proyecto Ozma suscitó un gran interés durante 1961. En la reunión anual de la Academia Nacional de Ciencias, Drake reveló una ecuación que situaría la búsqueda de extraterrestres a la cabeza de la investigación científica. «Era la fórmula para calcular el número de civilizaciones que podría haber habido o hay en el espacio», explica Drake. Su ecuación determina el valor de N, que representa el número de civilizaciones de nuestra galaxia que tienen el potencial para comunicarse por radio. Es una forma de cuantificar las posibilidades que tenemos de recibir un mensaje del espacio exterior. Y, según Drake, las posibilidades matemáticas son muy buenas. Este trabajo fue una atrevida fórmula que conmocionó el serio mundo de la astronomía e influyó notablemente en los trabajos del entonces joven astrónomo Carl Sagan y su afirmación de que «hay mucho espacio disponible allí fuera».
Pero también los soviéticos estaban interesados en estas investigaciones. En los años sesenta, en lugar de buscar alrededor de estrellas cercanas, los soviéticos prefirieron usar antenas casi omnidireccionales para observar grandes extensiones del cielo, pensando en la existencia de algunas civilizaciones avanzadas capaces de irradiar enormes cantidades de energía de transmisión.

LA CONQUISTA DE LA LUNA Y DE MARTE

En 1961, el astronauta John Glenn describió una órbita alrededor de la Tierra en el espacio exterior comenzando así la era espacial y una carrera que, al igual que nuestros más remotos antepasados, para la NASA tenía como objeto el deseo de llegar a la Luna, y lo lograron el 21 de julio de 1969. Pero antes, desde 1964, sondas espaciales no tripuladas fueron enviadas al espacio para tomar fotografías y estudiar los planetas. Algunas de ellas aterrizaron en Marte, buscando indicios de vida. Algunas llevaban consigo mensajes de bienvenida dirigidos a otras civilizaciones extraterrestres.
En 1974, investigadores no oficiales de platillos volantes anunciaron que poseían pruebas de que la aviación estadounidense tenía doce cuerpos de alienígenas ocultos en la base de las Fuerzas Aéreas de Wright Paterson en Dayton (Ohio). Esto dio pie a un debate que se prolongó a lo largo de varios años y que disparó la venta de libros de ciencia ficción... También ese año, Frank Drake envió desde la mayor antena del mundo, la del radiotelescopio de Arecibo (304 metros), en Puerto Rico, un mensaje simbólico codificado de tres minutos por radio hacia el cúmulo de estrellas M13 a 25.000 años luz de distancia; la respuesta tardaría cincuenta mil años en llegar a la Tierra. En esos años, ese tipo de mensajes para posibles alienígenas eran toda una novedad y la idea de Drake influyó, incluso, en los guionistas de la película Encuentros en la tercera fase de Steven Spielberg, que en 1977 incluyeron en el argumento las originales e inquietantes notas musicales con las que los extraterrestres querían establecer contacto con los humanos.
El mensaje de Frank Drake, cuando se decodificaba adecuadamente, mostraba una imagen que comenzaba con un sistema numérico y terminaba con la fórmula de una molécula de ADN, la molécula básica de la vida humana. «Era un bosquejo del aspecto de un ser vivo para que los extraterrestres vieran cómo somos y que, básicamente, se hicieran una idea de que somos primates. Después, había un dibujo del telescopio desde donde se mandó el mensaje para que tuvieran una idea de nuestra tecnología», indica Frank Drake. Sin embargo, tres años más tarde del envío del mensaje al espacio se recibió una respuesta. O, al menos, eso creyeron los científicos de la Universidad de Ohio. «Fue una señal bastante más potente de las que habíamos recibido en el pasado: unas cinco o seis veces más potente. Y me quedé atónito», recuerda Jerry Ehman del Radio Observatorio de la Universidad del Estado de Ohio.
La búsqueda de inteligencia extraterrestre iba despertando gradualmente el interés y el apoyo de la comunidad científica internacional. En 1980, el programa SETI (Search for Extra Terrestial Intelligence) fue apoyado totalmente por el gobierno estadounidense, hasta el punto que recibió fondos federales por encima de los diez millones de dólares a principios de los años noventa. En 1992, las cosas cambiaron radicalmente y el Congreso de Estados Unidos recortó el presupuesto para el programa; en menos de un año, después de quince años de búsqueda y más de sesenta millones de dólares gastados en investigación, SETI se vio obligada a mendigar subvenciones en el sector privado. En 1993 se convirtió en una sociedad sin ánimo de lucro: el Instituto SETI en Mountain View, California, presidida por Frank Drake. Bill Hewlett y David Packard, creadores de la compañía de ordenadores HP, proporcionaron la base financiera. Gordon Moore, cofundador de Intel, y Paul Allen, cofundador de Microsoft, hicieron cada uno donaciones de un millón de dólares. El Instituto entonces lanzó el Proyecto Phoenix, nombre que hacía alusión a que SETI había surgido de sus propias cenizas.
La labor de SETI se centraba en analizar las señales electromagnéticas captadas por distintos radiotelescopios distribuidos por el mundo y enviar mensajes de distinta naturaleza al espacio, con la esperanza de que alguno de ellos tuviera respuesta. Su estrategia, conocida como Búsqueda Orientada, era examinar cuidadosamente las regiones alrededor de mil estrellas elegidas cercanas similares al Sol, todas a menos de 200 años luz de distancia, buscando señales entre los 1.000 y 3.000 megahercios. Utilizaban las mayores antenas del mundo: Arecibo (304 metros), situada al norte de Puerto Rico, y la de Parkes (64 metros), en Australia.
En previsión de un posible contacto, el Instituto creó, a finales de los noventa, el protocolo SETI. El primer punto de actuación se basaba en asegurarse y confirmar que la señal que se detecta es realmente extraterrestre y que no proviene de algún satélite artificial o de alguna interferencia originada por el hombre, usando para ello una segunda antena situada en otro lugar diferente. El segundo punto señalaba que, en caso de descubrir cualquier indicio, había que informar inmediatamente a todo el mundo. «De hecho, la información de una tecnología extraterrestre es patrimonio del mundo y el Instituto SETI no tiene la intención de mantenerlo en secreto», cuenta Jill Tarter, directora del proyecto Phoenix. De momento, Phoenix ha examinado más de la mitad de las estrellas de su lista de elegidas. Hasta ahora, no se ha encontrado ninguna señal claramente extraterrestre.

VIAJES AL PLANETA ROJO

Pero los telescopios de tierra tenían sus limitaciones, así que desde 1964, desde las primeras misiones del Mariner, los científicos han tratado de acercarse a esa posible vida extraterrestre mediante viajes a otros planetas; la primera parada era Marte. En 1965, un cohete Atlas envía la sonda Mariner 4 a un viaje de siete meses y de 520 millones de kilómetros a Marte. Desde hacía tiempo se sabía que había agua y que tenía una atmósfera parecida a la Tierra, así que tal vez hubiera vida allí también. Mariner 4 mandó las primeras imágenes de cerca de un planeta que no era la Tierra.
Las dos misiones del Mariner 6 y 7, en 1969, enfocaron sus cámaras a las desconcertantes zonas polares del planeta y los científicos descubrieron que las manchas blancas no eran hielo de agua sino de dióxido de carbono y que las manchas negras no eran vegetación sino polvo en suspensión moviéndose. En 1971, cuando el Mariner 9 comenzó a trazar una órbita geosincrónica alrededor de Marte, se convirtió en la primera nave espacial que daba una vuelta completa a un planeta que no era la Tierra. La carrera hacia Marte continuó y, en menos de cinco años, los norteamericanos consiguieron pasearse mediante control remoto por la superficie del planeta rojo.
La primera sonda en posarse y enviar datos desde la superficie de otro planeta fue la soviética Venera 7, que el 15 de diciembre de 1970 llegó a Venus, aunque sólo envió datos durante poco más de veinte minutos. En 1976, las Viking 1 y 2 de la NASA se posaron suavemente sobre la superficie de Marte y transmitieron a la Tierra imágenes del paisaje marciano. Estas dos sondas realizaron pruebas en el suelo en busca de vida marciana durante algo más de seis años. «Se daban todos los elementos necesarios para la vida y, sin embargo, cuando aterrizaron las naves no había nada en absoluto. Es muy extraño: es como si todas las luces estuvieran encendidas pero no hubiera nadie en casa», explica el científico de la NASA Chris McKay.
Una vez más, esta prueba real de la existencia de vida más allá de la Tierra se vio eclipsada por el deseo del público de mezclar ciencia y ciencia ficción. El interés de la gente se centró en una foto donde se apreciaba una estructura aparentemente artificial en la superficie de Marte que guardaba un asombroso parecido a un rostro humano. Sin embargo, más tarde se demostró que no eran más que un montón de rocas fotografiadas al atardecer marciano.
Mientras tanto, en la Tierra se había producido otro descubrimiento que sacudió a la comunidad científica. En 1984, el gobierno norteamericano halló en la Antártida un pequeño meteorito —no más grande que una patata— proveniente de Marte, con materia orgánica, que podría indicar la presencia de vida en el pasado. En 1995, cuando observaron al microscopio al ALH 84001 se descubrieron restos de materia orgánica que podría indicar la presencia de vida en el pasado. «El equipo del Centro Espacial Johnson cree haber encontrado fósiles en este fragmento. No sabemos con seguridad si son de Marte, pero ésta es una posibilidad que nos hace pensar que la vida pudo pasar de Marte a la Tierra, o viceversa», afirma el científico de la NASA.
A finales de 1996, la NASA lanzó a Marte la nave no tripulada Global Surveyor. Después, el 4 de julio de 1997, la Mars Pathfinder aterrizaba en el planeta rojo, lo que supuso el inicio de una nueva serie de expediciones al planeta vecino. El fracaso llegó en diciembre de 1999, cuando la nave Polar Lander no pudo aportar pruebas sobre la existencia de agua ni en los polos de Marte ni en su subsuelo, a causa de un fallo técnico en la antena del aparato. «Cuanto más profundicemos en el conocimiento de Marte, más posibilidades habrá de demostrar que una vez hubo vida allí», explica McKay. «La pregunta de si hay vida en Marte, o en cualquier otro lugar del Sistema Solar o fuera de éste, afecta nuestra posición en el Universo. Una cosa es pensar en un Universo donde somos la única vida, y otra cosa bien distinta es un Universo donde hubiera más vida», indica el historiador Steven J. Dick.
En julio de 2006, en Marte estaban operando los rovers Spirit y Opportunity de la NASA, las sondas Mars Global Surveyor, 2001 Mars Odyssey y Mars Reconnaissance Orbiter, todas ellas de la NASA, además de la sonda Mars Express de la Agencia Espacial Europea (ESA).

¿CADA VEZ MÁS CERCA?

No existe todavía prueba tangible de vida en otros mundos, y menos aún de vida inteligente, pero ello no detiene a los investigadores. Según Frank Drake, «si te paras a examinar la biología de la Tierra, te das cuenta de que una de las características de la vida es su oportunismo, su adaptabilidad, pero con nuestra forma de pensar conservadora tendemos a creer que la vida sólo puede existir en planetas como la Tierra. Estoy seguro de que nos vamos a encontrar con mundos que no siguen las leyes que conocemos». El astrónomo del Instituto SETI Seth Shostak añade: «Sólo porque no los hayamos encontrado no quiere decir que no estén».
Han pasado más de cien años desde que Percival Lowell especuló acerca de la vida en Marte y, aunque parece ser que en el planeta rojo no existe la avanzada civilización que él profetizó, su obra es un buen legado para el pensamiento actual basado en que la búsqueda de vida es lo más interesante del estudio de las estrellas. Lowell, además, tuvo razón al suponer que Marte sería el primer planeta que nos iba a proporcionar respuestas con sentido. Fue un visionario que abrió el camino. Justo antes de su muerte en 1916, Percival Lowell observó lo que creyó ser el noveno planeta del Sistema Solar. En 1930, los astrónomos del Observatorio Lowell confirmaban la existencia del «planeta X» y, en honor a su memoria, lo bautizaron con el nombre de Plutón, tomando las iniciales P y L de este visionario.

La búsqueda de vida extraterrestre continúa. Cuando tengamos la certeza de que compartimos el Universo con otras criaturas inteligentes, no hay duda de que cambiará profundamente el punto de vista del ser humano. Nadie puede asegurar cuándo esta aspiración humana podrá dar su fruto. Todavía no se ha resuelto la pregunta que siempre nos hemos planteado: ¿estamos solos? Tal vez, nos empeñemos en buscar un tipo equivocado de vida y la civilización más avanzada que la nuestra. No obstante, hasta que no haya una señal inequívoca e innegable de la existencia de otra civilización, podemos seguir imaginando que nuestros vecinos extraterrestres están intentando ponerse en contacto con nosotros o que nosotros debemos buscarlos sin descanso.