Dedicatoria del primo Diego a mis hijos.
Extracto del libro "Aprendiz de gañán" de Diego Rodríguez Orellana.
Tradiciones familiares
Extracto del libro "Aprendiz de gañán" de Diego Rodríguez Orellana.
Tradiciones familiares
Ya que he hecho mención del transporte a lomos
de las mulas, diré que esto en mi familia viene de muy atrás; porque, según
referencias, un antepasado, y bien pasado, que se llamó Benito Rodríguez de la
Borbolla, casado con Isabel Sánchez Archidona, que eran procedentes él del
Barco de Ávila y ella de Yébenes, Toledo, el nuevo matrimonio se instaló en
Quintana de la Serena, con tan buena marcha que progresó mucho, y en aquellos tiempos se le conocía como "el hombre de los cien mulos".
Es
de comprender que él no iría arreándolos; pero llegó a tener tres almacenes
fuera de Quintana: uno en Yébenes, que fue del padre de ella; otro en Utrera,
Sevilla; y otro en Irún, Guipúzcoa.
Desde
Irún le mandaba al ejército de Napoleón Las mercancías que recogía por toda
España.
En
cada almacén estaba al frente una hija, que eran tres; otro hijo, que se llamó
Bartolomé Rodríguez de la Borbolla y Sánchez Archidona, apellidos que fueron
talados por un rey al que le llamaron el Deseado. Pero creo que
cualquiera que revise un peco la historia saca la misma conclusión que yo: que no fue bueno. Este rey se llamó
Fernando VII taló los apellidos a muchas familias en Quintana y en otros sitios, y les confiscó los bienes hasta dejarlos en la
miseria.
Claro
que donde hay lumbre ceniza queda. Así que esta pareja, que habían demostrado
que no eran tontos, no se iban a quedar sin nada. De modo que en un Banco de
Portugal, en Lisboa, tenía algunos ahorrillos, que, pasados unos años, cuando
la cosa estuvo un poco más tranquila, los trajo y dio carrera a otros dos hijos
que tenían.
Eran
los más pequeños. Fueron médicos. Uno murió de seguida. El otro, don Benito
Rodríguez, fue un médico con mucha fama. Hizo dinero. Como no tuvo hijos, a
toda la familia alcanzó una buena herencia. Entre ellos, a mi abuelo Vicente,
que era su sobrino.
Después
de haber dicho algo sobre los mayores por parte de mi padre, también diré algo
sobre los de la parte de mi madre.
El
padre de mi abuela, Feliciana Murillo Rajado, eran seis hermanos que se
dedicaban a la arriería; y su marcha, más que para otro sitio, era para Andalucía.
Todo
el mundo sabe que en el siglo pasado en Andalucía había bandidos, que era como
se decía a la gente que andaba en la sierra. No me voy a meter en las razones
por las cuales estaban allí.
Para
perseguir a aquellos había una fuerza pública que les llamaban migueletes. Pero
tengo entendido que, si aquellos guardaban algo, eran los cortijos de los
grandes señores.
Así que los hermanos Murillo, que era como se conocía a aquellos seis hermanos, siempre
iban juntos para atravesar Sierra Morena.
Al mulo de adelante le ponían una
bandera, y ellos iban a los lados entre el monte, cada uno con su escopeta en
la mano y un par de pistolas en la faja, sin dejar atrás la navaja, que abierta
tenía más de medio metro.
Pero
así y todo tenían sus inconvenientes, no con los bandidos, porque estos más
bien creo que robaban a los señoritos. Pero en cada cortijo había una buena
cuadrilla de hombres con el achaque de la defensa, que salían a los caminos y
apañaban lo que podían, que la mayor parte era para el señorito.
Contaré alguna faena de las que les pasaron.
Otro señor
de Quintana, que todo el mundo lo conocía por el sobrenombre del Tío Finuras,
iba muchas veces con ellos; y en una ocasión salieron solamente el Tío Finuras
y el padre de mi abuela, que se llamaba Silverio Murillo.
El ir solos
fue porque en el viaje anterior habían quedado comprometidas no sé qué clase de
mercancías, en un pueblo que se llama Guadalcanal; y como eso está cerca,
habrá ochenta kilómetros, dos días para allá y dos para acá, al paso, de vuelta
para casa, cargaron en Azuaga, que es de Badajoz. Guadalcanal es de Sevilla.
Ellos por
ahí venían más bien confiados de que nada les iba a pasar. Pero en el camino de
Azuaga para Zalamea hay una extensión muy grande que se llama Los Alcorcones, y
eso todo estaba de monte.
Tenían
que pasar por un sitio que se conoce como El Juncar, porque hay muchos juncos;
y al otro lado del camino los jarones y las chaparreras estaban más altos que
una casa de dos plantas. Mi bisabuelo venía delante andando; y el Tío Finuras
venía detrás, montado en su mula, y la escopeta debajo de la pierna.
Salió
un tío escopeta en mano, se puso en el camino y dijo:
-¡Alto ahí!
El
Tío Finuras echó mano de su escopeta con idea de cogerle la delantera al otro,
y esa fue su equivocación. Porque otro que estaba entre el monte lo tenía
encañonado y le arreó un trabucazo, que cayó al suelo junto con la mula.
A mi
bisabuelo lo ataron a una encina, le quitaron ocho duros que llevaba, y el Tío
Finuras llevaba once, y allí los dejaron. Al marchar, les dijo mi bisabuelo:
-
Desátame. ¿No ves que
ése, si no lo atiendo, se va a desangrar?
-
A ése, si no hubiera
tirado de la escopeta, no le hubiera pasado nada.
Entonces mi bisabuelo le dijo:
- Bueno, hombre. No olvides que
arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.
Desde
entonces esa frase es popular por esta tierra.
Anocheció y allí seguían. El Tío Finuras llamó:
-
Silverio, ¿dónde estás?
-
Estoy atado en esta
encina. A ver si puedes venir, aunque sea arrastrándote.
Así
fue. Le costó, pero lo consiguió. Y allí sacó su chaira y cortó las cuerdas.
Estas
gentes iban provistas de una especie de botiquín a su manera: vendas hechas de
lienzo y, como medicamento, aguardiente del que se hacía con alambique.
Precisamente, al pasar el día de antes por Cazalla de la Sierra, que está
entre Guadal-canal y Azuaga y es donde siempre han fabricado el célebre
aguardiente de Cazalla, había cogido cada uno una bota de cinco litros, que
siempre la llevaban colgada de la muía.
Lo
curó con aquello, acabó de matar a la mula, porque no le veían solución, pues
tenía las tripas por de fuera, del trabucazo que le habían dado, repartió la
carga y al Tío Finuras entre las otras tres bestias y salió marchando.
Llegó a
Quintana al venir el día. Entró en casa al Tío Finuras y a callar; porque, si
se enteraban las autoridades, lo primero era intervenir las cargas, y ya
estaban bien robados. Que ocho duros hoy no es nada, pero entonces era todo un
capital.
En
otra ocasión, después que habían cruzado Sierra Morena, cada uno salió para el
pueblo que fuera con su carga; y Silverio fue a descargar él solo a un
pueblecito muy pequeño, que no recuerdo cómo se llama. Pero antes de llegar se
encontró en el camino con un hombre que iba con su burro cargado de leña.
-
Buenas tardes.
- Buenas tardes -le contestó el andaluz, y siguieron hablando el camino
adelante.
El
tío Silverio quiso tomarle el pelo al andaluz, y empezó preguntándole:
- ¿En este pueblo habrá su cachito de posada? El andaluz, un tanto
ufano, le contestó:
- Zí, zeñó, que la hay.
- Y ¿también habrá su cachito de taberna?
- Zí, zeñó -dijo el andaluz.
- Y ¿también habrá su cachito de iglesia?
- Zí, zeñó, que la hay -dijo el andaluz.
- Y ¿también habrá su cachito de médico?
El
andaluz, que iba un poco mosqueado, contestó:
- Zí, zeñó, que hay médico. Y
también hay botica con boticario y todo.
El tío
Silverio comprendió que había conseguido que se cabreara un poco, y entonces ya
trató de suavizarlo, para que el andaluz no llegara a casa con mal humor. Así
que, al entrar en el pueblo, el tío Silverio le dijo:
- Buen hombre: si hiciera usted
el favor de decirme dónde cae la posada...
El andaluz le contestó:
- Zí, hombre, que ze lo voy a decir.
Y le señaló desde una esquina:
Y le señaló desde una esquina:
- Mire usted: allí donde eztá
aquel borrico a la puerta ez la pozáa.
El
tío Silverio le dio las gracias y cada uno siguió para su lado.
Llegó a la
posada, que la conocía bien de otras veces que había estado allí, descargó y
cuidó sus mulas, y se sentó a la lumbre con otros arrieros que allí había.
Hablaron de
todo esperando que llegara la hora de cenar; y cuando les pareció, cada uno
echó mano de su alforja para sacar sus viandas y ponerse a cenar.
En
aquel momento llegó un señor, todo bien vestido, a la cocina y dijo:
- Buenas noches, señores.
- Venga usted con Dios -le dijeron.
El
señor, que además de bien vestido iba provisto de una elegante varita con el
puño dorado, dirigiéndose a Silverio, le dijo:
- Señor, venga usted conmigo.
- ¿Para qué? -dijo Silverio.
El señor de la vara le contestó:
- Porque voy a enseñarle las
cosas que tiene este pueblo.
El tío
Silverio, que se había percatado de que aquel señor llevaba la vara de alcalde,
comprendió que entonces posiblemente le tocaba a él tenerse que cabrear; y dijo
para sus adentros: "Esto es a tocas, y esta vez me toca a mí. Me voy a
tener que "aguantar".
Porque
acababa de ver un individuo en la puerta con gorra de plato y sable, y
comprendió que sería el alguacil del pueblo. Así que le siguió y el señor de
la vara le dijo:
-
Habrá visto usted que
esto es la posada.
-
Sí, señor -contestó
Silverio. Más adelante le señaló:
-
Ésta es la taberna. ¿Se
ha enterado usted?
-
Sí, señor.
Más adelante le dijo:
-
Ésta es la iglesia.
-
Sí, señor.
Silverio
iba ya bastante cabreado. Un poco más y el señor de la vara le dijo:
-
Ésta es la botica y el
boticario está dentro.
-
Sí, señor alcalde. Ya
estoy enterado.
- No, señor -le dijo el
alcalde-. Todavía le falta esto. Mire usted: esto es la cárcel. Así que pase usted para adentro.
Silverio, con mucha humildad, le dijo:
- Señor alcalde, por tan poca
cosa no me va usted a detener.
- No te voy a detener, pero entra para adentro.
Y entró. El señor, señalando con la vara:
Y entró. El señor, señalando con la vara:
- Eso es para que usted sepa que
no debe burlarse de ninguno que encuentre por los caminos, porque se puede encontrar lo mismo con la autoridad que con algún
forajido.
Váyase usted a cenar y que le sirva de lección para otra vez.
Silverio,
que ya se creía que iba a dormir en la cárcel, viendo que no, le dio las
gracias
y le invitó a tomar vino al alguacil, que no había hablado. Le dijo:
- Usted también.
Lo
hicieron. Bebieron unos vasos y salieron tan amigos.